El propio Hernán Cortés recibió a los frailes, ante los que se arrodilló y besó sus manos y el cordón de su hábito
Descalzos –para preservar la promesa de pobreza emitida solemnemente– recorrieron las sesenta leguas (alrededor de 400 kilómetros) que separan el puerto de Veracruz de la Ciudad de México. Los nombres de los doce merecen ser enumerados y recordados: fray Martín de Valencia, que lideró el grupo, acompañado de los frailes Francisco de Soto, Martín de Jesús, Juan Suárez, Antonio de Ciudad Rodrigo, Toribio de Benavente, García de Cisneros, Luis de Fuensalida, Juan de Ribas y Francisco Jiménez, junto a los frailes legos Andrés de Córdoba y Juan de Palos.
Precisamente, están siendo recordados estos días en Veracruz (México) con numerosos festejos y eventos para conmemorar la gesta de su llegada a tierras mexicanas el 13 de mayo de 1524. Se trató de «una hazaña que marcaría la historia de evangelización en México», destaca fray José Alcaraz, OFM, comisario de la Comisaría de Tierra Santa de la provincia de Tijuana (México), en un artículo que ha publicado recientemente.
Azulejería en el convento de San Francisco de Belvís de Monroy que recuerda a los «doce apóstoles franciscanos»
Provenían del convento de San Francisco de Berrocal en Belvís de Monroy (Cáceres), y partieron de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) el 25 de enero de ese año. Tras un periplo que les llevó por Santo Domingo, Puerto Rico y Cuba, arribaron a Veracruz, y comenzó su descalza travesía hasta Ciudad de México. «Los indios rodeaban y seguían sin parar, hablando en el idioma local, a los piadosos hijos de San Francisco, que no sacaban en limpio más que una constante repetición de la palabra motolinia. La insistencia con la que los nativos repetían esta palabra les picó la curiosidad y preguntaron qué significaba aquel vocablo. Les contestaron que quería decir pobre, y el impetuoso fray Toribio de Benavente, lleno de entusiasmo, hizo de aquella palabra india su propio apellido», rememora Alcaraz.
Cuando tuvo noticia de su proximidad a la Ciudad de México, el propio Hernán Cortés ordenó que los caminos fueran barridos y que los frailes fueran recibidos con repique de campanas y «muestras de veneración, afirmando que esos sacerdotes de Dios venían a enseñarles el verdadero camino que conduce a la salvación; y que, por tanto, debían tenerlos en mucha estima y reverencia, obedeciéndoles y escuchando con atención su doctrina». El propio conquistador español les recibió arrodillado y besó sus manos y el cordón de su hábito franciscano.
Los primeros colegios
«Una vez asentados en la región, los frailes franciscanos pidieron a los caciques y principales que les enviasen a sus hijos para educarlos en la fe cristiana. No les resultó fácil convencerles, pero no se desalentaron y, poco a poco, los colegios franciscanos se convirtieron en una institución de primer rango en el México cristiano», explica Alcaraz. Los frailes pronto «dominaron el idioma de los nativos y llegaron a ser maestros en un menester tan humanista».
«Estos indios en sí no tienen estorbo que les impida ganar el cielo, de los muchos que los españoles tenemos y nos tienen sumidos, porque su vida se contenta con muy poco… tienen pocos impedimentos para seguir y guardar la vida y la ley de Jesucristo», escribió poco después fray Motolinia en su Historia de los Indios de la Nueva España.
Siete años después de su llegada, en diciembre de 1531, tendrían lugar las apariciones de la Virgen de Guadalupe en la colina del Tepeyac, lo que supondría un inmenso revulsivo para la evangelización del Nuevo Mundo. Pero eso ya es otra historia.
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