En el siglo XX todavía se daban los duelos a muerte con pistola en nuestro país. No era difícil encontrar noticias en periódicos como ABC en los que se informaba de estos lances pactados y violentos para salvaguardar el honor
«Según un rumor público, a las cinco de la madrugada se ha efectuado en Alicante un lance en condiciones muy duras entre el teniente de Infantería don Francisco Pérez Garberi y el corresponsal de 'El Liberal' en Madrid, don Pascual Orozco Sanz. Se dice que el duelo ha sido celebrado en el Polígono del Tiro Nacional y que sus consecuencias fueron funestas», contaba ABC el 4 de septiembre de 1906. La razón, una «polémica periodística», como muchas de las que hoy pueden leerse a diario en la prensa entre políticos y periodistas, con titulares como: 'El tenso enfrentamiento entre un Eurodiputado y una periodista catalana' y 'Milei se pelea con los periodistas pero lo golpea la realidad'. En aquella ocasión, sin embargo, las disputa no acabó en los tribunales, sino con sangre.
Según podía leerse en este diario tres años después de su fundación, en aquel enfrentamiento entre el teniente y el periodista, «ambos se expresaron en tonos muy violentos». Y añadía: «Las condiciones convenidas para el desafío eran muy duras. Debía efectuarse a pistola y a 35 pasos de distancia, pudiendo avanzar los combatientes a voluntad después de cada disparo y no pudiendo darse por terminado hasta que uno quedase fuera de combate. Las armas eran pistolas rayadas que llevaron los padrinos. Por parte del teniente Garberi, dos oficiales del regimiento de Infantería de la Princesa. Por parte de Orozco, el director de 'El Liberal' y un redactor de 'El Noticiero' de Córdoba. El primer disparo fue a los 15 pasos. El proyectil del teniente pasó rozando la sien del señor Orozco. El segundo fue a 13 pasos. La bala disparada por el periodista dio en el vientre y el señor Garberi cayó a tierra. Un médico apreció una herida profunda en la región intestinal izquierda. Se le practicó una cura de urgencia. Su pronóstico es gravísimo. No se le ha podido extraer la bala».
Esta salvajada no se produjo en Edad Media ni era uno de los duelos del siglo XV que Marcial Hernández recogía en su libro 'Historias y leyendas de Córdoba II' (2018). Tampoco fue uno de los combates clandestinos que celebraban los espadachines de los Tercios de Flandes en el siglo XVI, cuando comenzaban a dominar Europa a base de pica y arcabuz. Nada de eso. El duelo entre el periodista y el teniente se produjo en el siglo XX y no era la escena de una película, sino la vida real.
Por extraño que parezca, estos duelos no eran tan extraños en España a principios del siglo XX, en pleno periodo constitucional, tras la Carta Magna aprobada en en 1876. También se celebraban con asiduidad en Francia y en los imperios germánico y austriaco. Tras la Revolución Francesa, estos lances, lejos de morir como una tradición salvaje y sin sentido, se adaptaron a los nuevos tiempos con una relectura del viejo concepto del honor por parte de la nueva aristocracia del dinero y de las clases medias que se encontraban en auge.
La reinterpretación del honor
La historiadora Raquel Sánchez da la siguiente explicación en su artículo 'El legado de la cultura nobiliaria: Los lances de honor', publicado en la revista 'La Aventura de la Historia': «Estos últimos, poseedores de pequeños negocios o profesionales respetados, interiorizaron vivamente tales ideas en su deseo de marcar distancias con las clases populares. Como resultado de ello, se generó una reinterpretación del código de honor aristocrático, trasladado ahora a la sociedad burguesa, que veían en una reputación pública intachable el título más alto al que podía aspirar un individuo. Y para la protección de esta reputación no servían los mecanismos legales del Estado».
De hecho, cuatro años antes, en la tarde del 16 de octubre de 1902, un grupo de conocidos toledanos se dirigió en tren hasta la estación de Algodor. Allí, en una dehesa próxima, dos de ellos se batieron en duelo. Eran Federico Lafuente y Manuel Cano, directores del 'Heraldo Toledano' y 'La Opinión', respectivamente, que quisieron dirimir con la pistola sus diferencias en la línea editorial con respecto a la visión del partido conservador. El primero sufrió solo una contusión en el antebrazo derecho, pero el otro recibió una herida en la frente de tres centímetros de longitud que pudo costarle la vida. Ambos fueron atendidos por un doctor y terminaron estrechando la mano para dar por satisfecha su disputa.
Daba la sensación de que no había otro medio para reparar el honor dañado. El duelo era el medio más digno y rápido, el que mejor garantizaba la venganza y el que más les diferenciaba de la clase baja, en su opinión, ya que estos dirimían sus disputas de manera más espontánea y salvaje. «El duelo exigía todo un ritual de preparación que comenzaba con el reto al contrario y continuaba con la elección de los intermediarios: los padrinos. Estos decidían el lugar del enfrentamiento, la vestimenta, las armas que se utilizarían y las condiciones: a muerte o a primera sangre. El ritual finalizaba con el enfrentamiento propiamente dicho y la redacción de un acta de los hechos. Era precisamente este protocolo lo que marcaba las diferencias», añadía Sánchez.
El director de 'Le National'
Uno de los duelos más famosos de nuestros vecinos franceses en el siglo XIX fue el mantenido por el periodista Armand Carrel, director de uno de los diarios más influyentes durante la monarquía de Luis Felipe de Orleans, 'Le National', y el diputado Émile de Girardin, director a su vez de 'La Presse'. El primer acusó al segundo de competencia desleal con el resto de la prensa al lanzar su periódico a un precio inferior al habitual. Algo que se podía permitir porque incluyó anuncios. Pero la tensión entre ambos creció tanto que Girardin amenazó a Carrel con hacer público su romance con una mujer casada. Fue entonces cuando se produjo el desafió, que tuvo lugar en julio de 1836 y se saldó con la muerte de Carrel.
Muchos años después, en 1892, fue también muy popular el duelo entre el periodista Paul Déroulède y el político George Clemenceau. El primero acusaba al segundo de estar implicado en uno de los grandes escándalos de corrupción de la época, relacionado con la construcción del canal de Panamá.
En España, durante buena parte del siglo XIX, los duelos se regularon con los códigos franceses. Sin embargo, al ver que en nuestro país continuaban –a diferencia de países como Gran bretaña, donde en la década de 1830 ya se habían dejado de practicar–, el marqués de Cabriñana publicó en 1900 su famoso libro 'Lances entre caballeros', que se convirtió en la Biblia de los duelistas españoles desde entonces. No les importaba a los participantes la prohibición dictada por el Rey Felipe V en 1716 y refrendada en el Código Penal de 1805. Ni que las penas por ello fueran desde el arresto hasta la prisión en caso de muerte. Por eso se celebraban al alba, para evitar la intervención de las autoridades.
Duelo en Sevilla
Como consecuencia de dos duelos sangrientos a principios del siglo XX, la opinión pública comenzó a prestarles mucha más atención. El primero se produjo en Sevilla, en 1904. Se enfrentaron Rafael de León y Primo de Rivera, marqués de Pickman y heredero de la fábrica de La Cartuja, con el capitán de la Guardia Civil Vicente García de Paredes. La razón: una presunta infidelidad del segundo con la esposa del primero. Las reglas fueron parecidas, aunque los duelistas decidieron reducir el número de pasos a 15, manteniendo el número de disparos. También portaron espadas francesas por si la puntería fallaba. Solo una herida grave o la muerte anunciaba el final del lance, que se celebró en una hacienda a la afueras y a una hora infrecuente: las 17.00.
Solo se oyeron tres disparos antes de que el marqués cayera muerto con un certero balazo en el corazón. El suceso conmocionó a Sevilla y llegó a provocar la intervención del presidente del Gobierno, Antonio Maura, que firmó la destitución del gobernador civil. El cadáver del exdiputado liberal fue trasladado a su casa, donde quedó instalada la capilla ardiente. Contaban los diarios de la época que la fábrica de La Cartuja permaneció cerrada y que «todos sus empleados asistieron al entierro, junto a numerosos aristócratas y representantes de todas las clases sociales», según publicaba el 'Noticiero Granadino'. El clero no asistió, por cumplir con las disposiciones que el Derecho Canónico imponía a los que morían en duelo. El Arzobispo de Sevilla, además, se opuso a que fuera enterrado en el cementerio católico, pero tuvo que ceder ante las protestas de la multitud.
Este duelo, convertido en una cuestión de Estado, hizo correr la tinta en los diarios de la época, al igual que el que se produjo en 1906 en Zaragoza, que se saldó con la muerte del famoso y respetado periodista republicano Juan Pedro Barcelona a manos de otro periodista, Benigno Varela. Este último, más joven, hijo de una familia burguesa muy acomodada y cuyo padre era coronel del Ejército, había participado en varios antes. En parte, debido a su carácter orgulloso y su frenética actividad periodística que quería promocionar. Como explica Raquel Sánchez, «para muchos periodistas, provocar a un personaje famoso y retar o ser retado por él, constituía una forma de atraer la atención sobre su trabajo. Así, algunas redacciones en España tenían una sala para la práctica del esgrima, dada la frecuencia con la que eran desafiados los periodistas».
Pistola y espada
En su obra 'Relámpagos de mi vida', Varela culpó de todos sus lances a la «servidumbre de los clericales y del cacique». El último de ellos le hizo famoso, ya que causó la muerte de Juan Pedro Barcelona, que era amigo suyo. El 2 de octubre de aquel año, en el Casino Principal de la capital aragonesa, ambos habían acabado una discusión política a grito pelado, entre insultos, y tras una torpe actuación de sus amigos, la bronca acabó en duelo. Las condiciones que se establecieron fueron harto peligrosas: a pistola, con tres disparos a 20 pasos y, si no había consecuencias, se continuaría a espada con asaltos de tres minutos. Sin embargo, no hizo falta: al parecer, Varela disparó antes de que los padrinos dieran la orden de fuego, presa del nerviosismo del momento. Al entierro asistieron más de 15.000 personas y constituyó una gigantesca manifestación republicana.
Tras la Primera Guerra Mundial, el duelo empezó a ser visto como un fantasma del pasado. Una tradición mortal y sin sentido, y desapareció.
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