La profesionalización de los servicios de espionaje por parte de la Monarquía hispánica supuso una revolución en las relaciones internacionales, que empezaron a moverse entre conspiraciones y mensajes cifrados para mantener la hegemonía sobre el Atlántico
Desde la Antigüedad hasta la actualidad, todos los grandes imperios de la historia han tenido espías. Los investigadores no se ponen de acuerdo sobre cuándo nació el primer servicio profesional de espionaje, aunque todo apunta a que fue con el emperador Trajano o con Adriano. Se sabe que, en el siglo II, el cuartel de Castra Peregrina ya funcionaba como una especie de CIA en la que trabajaban tanto civiles como militares recabando información. De esta época son, por ejemplo, Marco Oclatinio Advento, un soldado que organizó una red de informadores en Britania, o Marco Aquilino Felice, un sicario que se convirtió en agente doble.
La información sobre el enemigo se convirtió desde entonces en un arma más letal que cualquier bomba o ejército, y así ha ocurrido hasta la Guerra Fría y en lo que llevamos del siglo XXI en la guerra de Ucrania o en el conflicto entre Israel y Palestina. Pero si echamos la vista atrás, puede que no haya existido ningún servicio de espionaje como el que se estableció en el Imperio español a partir del descubrimiento de América. El territorio sobre el que tenía que gobernar la Monarquía hispánica era tan vasto, que tuvieron que dedicar una ingente cantidad de recursos para saber lo que ocurría en cada rincón.
Este servicio, en realidad, fue una evolución de los que ya existían en los Reinos de Aragón y Castilla antes de que se produjera la unión dinástica de los Reyes Católicos en 1469. «El Archivo de la Corona de Aragón guarda cartas que mencionan a los espías de Fernando I y Alfonso V y Jerónimo Zurita, historiador y cronista oficial del Reino de Aragón, hace referencia en sus Anales de la Corona de Aragón del uso pasado de 'espías e inteligentes'. El Reino de Castilla también desarrolló misiones de espionaje durante el siglo XV, sobre todo en las distintas campañas contra el reino de Granada», cuenta Diego Navarro Bonilla en 'Cartas entre espías e inteligencias secretas en el siglo de los validos' (Ministerio de Defensa, 2007).
Además, tras la toma de Granada en 1492, los Reyes Católicos consiguieron que el Papa Alejandro VI les concediera permiso para comerciar con el norte de África. En realidad, una tapadera para realizar misiones de espionaje y recibir avisos. Fue en esta época de tránsito entre la Edad Media y la Edad Moderna en que apareció en Europa un nuevo tipo de Estado que basaba su poder en un aparato administrativo más complejo, en la formación de ejércitos permanentes y en el establecimiento de embajadas permanentes en el extranjero.
Espías permanentes
Con el surgimiento de estas legaciones diplomáticas, apareció la figura del espía permanente, a diferencia de los que eran enviados puntualmente para ciertas misiones. El espionaje se profesionalizaba, de manera que las embajadas pasaron a tener una doble función de representación, como ya se venía haciendo desde hacía siglos, y otra asociada al mundo del espionaje, que era nueva y secreta. Esta última supuso una verdadera revolución, porque hasta aquel momento, la diplomacia se entendía como un intercambio de emisarios, puntuales y temporales.
Como apuntan Javier Marcos Rivas y Carlos Carnicer García en 'Espías de Felipe II: los servicios secretos del imperio español' (La Esfera de los Libros, 2005), «Con el paso del tiempo y con el conocimiento sobre otros Estados que proporcionaba vivir en ellos de forma prolongada, estos contactos más o menos esporádicos se fueron convirtiendo en una auténtica maraña de relaciones, en redes de espionaje. Es fácil deducir, por lo tanto, que el surgimiento de los servicios secretos como estructura organizada y permanente discurre de forma paralela a la diplomacia moderna».
En esto, nadie lo hizo mejor que Felipe II. Durante su reinado entre 1556 y 1598, ningún país dedicó tanto dinero y agentes al espionaje. Gracias a ello, el Imperio español lo controló todo durante siglos a ambos lados del Atlántico y contó con información más fiable que el resto de las monarquías europeas. Con este Rey, el servicio de inteligencia de los Austrias alcanzó su culmen, como se demuestra su obsesión por mantener sus asuntos en el más absoluto secreto. En los márgenes de una de sus cartas escribió: «Si lo saben seis hombres y él [el embajador Mendoza], más hombres lo saben». En otro documento añadió: «Como el secreto entre muchos dura poco y se guarda mal, no puede dejar de dar cuidado a verse derramado por tantos».
Uno de los grandes fichajes de Felipe II fue el embajador inglés en París, sir Edward Stafford, que fue víctima de su adicción al juego. Para saldar sus deudas, vendió información reservada de su Gobierno. Tan pronto como tenía conocimiento de los movimientos de la Royal Navy, avisaba a su homólogo español en aspectos tan cruciales como los planes de atacar Cádiz o Lisboa. Mientras, engañaba a su propio Rey tergiversando las intenciones de Felipe II, al que presentaba como un monarca pacífico sin intención de iniciar ninguna ofensiva cuando ya la estaba preparando.
Un servicio eficaz
¿Cómo consiguió Felipe II desarrollar una estructura tan eficiente? Algunos expertos creen que se debió a que el servicio de inteligencia de los primeros Austrias tenía un organigrama piramidal. A su cabeza, por supuesto, se situaba el monarca y, por debajo, el Consejo de Estado y de Guerra, con quién se relacionaba mediante el secretario de Estado. Por debajo de este nivel estaban los diferentes delegados regios, virreyes, gobernadores, capitanes generales y embajadores, de los que dependían las redes de espionaje.
Felipe II y sus sucesores, por lo tanto, tenían la última palabra a la hora proponer y autorizar misiones, aprobaba o denegaba la contratación de espías, autorizaba gastos y controlaba su distribución y establecía las normas en cuestión de comunicación y seguridad en lo que respecta a las operaciones. Y eso no es todo, porque en el caso de Felipe II hasta tenía conocimientos sobre criptografía. Él mismo cifraba y descifraba personalmente algunos documentos secretos. «En definitiva, se puede afirmar que controlaba y supervisaba todos los resortes de los servicios secretos, actividad a la que tenía una inclinación personal, consciente de que era el fuego que alimentaba las calderas de su política exterior», añaden Rivas y Carnicer en su ensayo.
El Consejo de Guerra, por su parte, era el sugerir los nombres de los militares que iban a ejercer de espías, sobre todo en lo que se refiere al espionaje de carácter más militar. Felipe II, generalmente, trataba de no asistir a las reuniones para no condicionar las deliberaciones, le informaban más tarde a través del secretario de Estado, que resultaba el jefe nominal de los servicios de información del Imperio.
Bernardino de Mendoza
Antes de morir en 1598, Felipe II aconsejó a su hijo Felipe III que estuviera informado «de las fuerzas, rentas, gastos, riquezas, soldados, armas y cosas de este talle de reyes y reinos extraños». Un año después, el que fuera responsable de los servicios secretos, Juan Velázquez de Velasco, le escribió al Rey la siguiente carta el 28 de enero de 1599: «Conviene al servicio de vuestra majestad, para ser bien servido en este ministerio [el espionaje], mande a todas las inteligencias y los espías que acudan a mí para que les oiga y examine sus avisos [...], para averiguar las verdades y las mentiras y saque la sustancia de todo para dar cuenta a su majestad».
Esta misiva, con la que Velázquez quería centralizar y canalizar toda la información bajo su control para el buen funcionamiento del servicio de inteligencia, refleja la trascendencia que había alcanzado el espionaje en el Imperio español. Uno de sus espías más interesantes y con una vida más intrépida de las Monarquías de Felipe II y Felipe III fue Bernardino de Mendoza, que estuvo destinado primero en Inglaterra y Francia, los dos países más importantes en el escenario político internacional y los principales rivales en la hegemonía de España.
De Mendoza lo fue todo en el Imperio español: un militar formidable, un diplomático eficaz, un brillante escritor al servicio de la Monarquía y, sobre todo, un agente sagaz. Su carrera fue meteórica. Después de entrevistarse por primera vez con Felipe II, recibió el encargo de reunirse en Londres con la Reina Isabel I de Inglaterra, para conseguir que España pudiera usar los puertos ingleses para lanzar su ataque contra los protestantes holandeses. A continuación, visto su potencial, el Rey de España lo puso al frente de la Embajada de España en Londres para que recondujera las complicadas relaciones con Isabel I.
El odio a España
El embajador español tuvo que lidiar con el odio que la Reina de Inglaterra sentía por España y soportar los ataques que esta le dedicó en los primeros tiempos de su cargo. La tensión fue en aumento y el diplomático vio los intereses del imperio amenazados, por lo que aprovechó la oportunidad para intentar acabar con ella a través del complot que estaba organizando Francis Throckmorton. Mendoza tejió una red secreta de informantes y espías entre las personalidades cercanas a Isabel I. La Reina no se quedó quieta y uno de sus ministros más importantes, Francis Walsingham, hizo lo mismo con su propio servicio de espionaje.
Cuando descubrió el complot, ordenó la detención de Throckmorton, y este, bajo tortura, involucró al embajador español. Bernardino de Mendoza tuvo que abandonar Francia a toda prisa en 1584. Huyó a París y, de ahí, a Madrid, donde se reunió con Felipe II para rendir cuentas. A continuación fue nombrado embajador en Francia, donde tuvo que hacer frente a graves problemas de índole religioso. En concreto, el conflicto que azotaba al país desde hacía varias décadas y que había tenido su punto álgido en 1572 con la matanza de hugonotes de San Bartolomé, donde optó por ayudar en secreto a los reprimidos católicos.
Es fácil imaginar lo convulsos que fueron para Mendoza todos esos años de labor en la sombra a través de otra amplia red de colaboradores y espías que tuvo que tejer en su nuevo destino, pero consiguió estar al corriente de todo lo que ocurría en el país. De hecho, la embajada española en París se convirtió en el centro neurálgico de la conspiración contra Enrique III y su madre, Catalina de Médicis. Con el apoyo financiero y militar de España, canalizado a través de él, la Liga Católica pronto se hizo con el control del noroeste de Francia y comenzó a amenazar a la capital. Mendoza se salió con la suya, pues consiguió que el Pontífice excomulgara al Rey de Francia y que este se viera obligado a revocar los privilegios que había otorgado a los hugonotes.
Gracias a los hábiles movimientos en la sombra de Mendoza, España adquirió una gran influencia en su vecino del norte y logró neutralizar la amenaza protestante. En los siguientes conflictos, tuvo siempre al corriente a Felipe II y Felipe III de todos los asuntos que se producían en Francia, como jefe de los espías que era.
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