Jonathan Freedland narra en su nuevo ensayo histórico la vida de Walter Rosenberg, el hombre que desveló al mundo las matanzas sistemáticas de los nazis
Jonathan Freedland es un tipo agradable, pero duro. Cuando se le pregunta por el episodio central de su nuevo ensayo, 'El maestro de la fuga' (Planeta), una sonrisa pícara se dibuja en su rostro. «En las entrevistas me guardo los detalles de cómo Walter Rosenberg escapó de Auschwitz. Solo diré que él y su compañero, Wetzler, aprovecharon un fallo en la seguridad del campo y que necesitaron de mucha fuerza física para huir», afirma a ABC mientras juguetea con una botella de agua. «¿Por qué ese misterio?», preguntamos. Es mera cortesía, ya sabemos la respuesta. «¡Porque quiero que compren el libro y lo lean!», sentencia. Una carcajada después, nos pide que no se desvele la forma; y una promesa es una promesa.
El periodista del 'Guardian', de voz grave y gestos marcados, prefiere adentrarse en lo que implicó para el viejo continente la huida de este chico de apenas dieciocho primaveras. La principal, el alumbramiento del informe 'Vrba-Wetzler'. «Este documento, de 32 páginas de extensión, recogió sus declaraciones y desveló a las potencias occidentales que Alemania había iniciado la matanza sistemática de judíos», completa. Aunque no niega que los pormenores de la evasión le añaden esos tintes picantes, como de thriller policíaco: «Es la fuga más emocionante del conflicto, y la más difícil, incluso más que las de la prisión de Colditz». Sabe que ha generado sorpresa, y por ello argumenta: «Lo más peligroso de Europa era ser un judío en Auschwitz».
Hacia el terror
Freedland se zambulle hasta las rodillas en la vida y obras de un personaje tan obviado como clave para el devenir de la Segunda Guerra Mundial.Walter Rosenberg nació en Checoslovaquia en 1924 y, aunque los nazis le colgaron el Sambenito de judío, nunca se declaró creyente a pesar de haber sido educado en esta religión. Al final, y como tantos otros, este chico de memoria prodigiosa se vio arrastrado a un campo de concentración eslovaco primero, y a otro polaco –Majdanek–, después. Allí fue la primera vez que se topó con el horrible hedor que desprendían las matanzas en masa, aunque ni se le pasó por la cabeza que pudieran existir. Poco después, el 30 de junio de 1942, le trasladaron a Auschwitz.
El autor hace una parada en este punto. Hoy, afirma, es imposible no haber oído hablar del Holocausto; por entonces, sin embargo, resultaba una locura pensar que se podía materializar una barbaridad así. La maldad todavía conocía límites. «Tenemos esa ventaja. Sabemos lo que ocurrió. Pero la realidad es que jamás en la historia de la humanidad se había conocido un lugar dedicado de forma exclusiva al exterminio masivo de seres humanos», sentencia. No había precedente y Alemania era uno de los países más civilizados del mundo. Por ello, a Freedland le parece entendible que «el mismo Rosenberg tardara en sumar dos más dos».
También insiste en que los alemanes se esforzaron mucho para esconder, tanto a Europa como a los mismos reos del campo, la Solución Final. Hasta idearon un teatrillo perfecto. Cuando los trenes llegaban a Auschwitz y los oficiales comenzaban a seleccionar quién vivía y quién moría, lo hacían rodeados de mensajes de calma y ambulancias. Buscaban que no se extendiera el caos para que la maquinaria de la muerte no se detuviera. «Si cundía el pánico y los presos huían, se habría retrasado la llegada de los siguientes transportes», explica. La máxima de los hombres de la esvástica era que las matanzas pasaran desapercibidas: «Había soldados que hacían ruido con motocicletas para que no se escucharan los gritos de las víctimas».
Pero las migas de pan le marcaron el camino de la muerte. En el Canadá, el barracón al que enviaban las pertenencias de los reos que acababan de arribar a aquel infierno sobre la tierra, vio como sacas y sacas de oro, gafas y objetos de valor eran facturadas hacia Alemania para engordar las arcas del Tercer Reich. ¿De dónde salían tantos objetos? «Cuando ató cabos, se sintió avergonzado de no haberse dado cuenta antes», añade. A partir de entonces su vida cambió: se unió a la resistencia del campo y comenzó a barruntar un plan de huida que se materializó el 7 de abril de 1942. Ese del que Freedland se niega a contar sus pormenores.
Bombardear vías férreas
La huida fue de película; cruzaron pueblos tomados por los alemanes, escaparon por los pelos de las SS... Freedland lo sabe bien, pues ha narrado esta parte de la obra bajo la tutela de la viuda de nuestro protagonista. El Santo Grial les esperaba al otro lado de Polonia. «Rosenberg y Wetzler dictaron su informe a los líderes de la comunidad judía en Eslovaquia, que por entonces estaban escondidos en un sótano de la ciudad», añade. No les creyeron, pero, tras someterles a mil y un interrogatorios, comprendieron que no mentían. Seis semanas después la verdad se abrió camino de nuevo; otros dos reos, Mordowicz y Rosin, escaparon también del campo y corroboraron las palabras de sus colegas.
El informe viajó a la velocidad del rayo. El mismo Winston Churchill lo leyó poco después; lo mismo que el presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, y el papa Pío XII. Los líderes del mundo libre sabían que era imposible que aquella tétrica industria se detuviera. Al menos, hasta que se terminara la guerra. Una vez más, Freedland para máquinas, aunque solo para coger impulso y repartir algún coscorrón de realidad, vaya: «Se barajó la posibilidad de bombardear las vías férreas que llevaban a Auschwitz. La propuesta pasó por todos los departamentos de la Casa Blanca, pero, al final, fue rechazada».
Rudolf Vrba
Todavía le cuesta entender el porqué. Y eso que no tiene dedos en la mano para enumerar las excusas que se esgrimieron: «El presidente norteamericano dijo que prefería centrarse en ganar la guerra y que aquellos bombardeos selectivos retrasarían la victoria y la liberación de los campos». Falso, ya que, en 1944, dejaban caer explosivos en centros industriales ubicados a menos de cinco kilómetros de algunas vías. También esgrimió que los nazis repararían los desperfectos en apenas una semana. Freedland responde indignado: «Habría sido útil. Cada día morían unos 15.000 presos. Si no hubieran podido llegar trenes en siete días, habrían salvado 95.000 vidas».
No lo entiende; casi le escuece hablar de ello. El misterio seguirá vivo mucho tiempo. Aunque, según señala el autor, uno de los protagonistas arrojó algo de luz sobre él antes de que terminara la Segunda Guerra Mundial. «Roosevelt le desveló a uno de sus ayudantes que, si EE.UU. bombardeaba las vías férreas, podría matar por error a presos judíos. Y no quería que su país se viese involucrado en algo así». No se percató de una triste realidad que Freedland tiene clara: «Si les hubiera preguntado, los presos le habrían dicho que estaban dispuestos a morir para que las matanzas se detuvieran». Al final, ni una sola bomba cayó sobre las vías férreas que llevaban a Auschwitz.
A Rudolf Vrba, el nombre que adoptó Freedland tras escapar, aquello le cayó como una losa. Jamás se perdonó no haber salvado a los 437.000 judíos húngaros que, en los meses siguientes, fueron asesinados en Auschwitz. Y eso que, según Freedland, el informe evitó que otros 200.000 fuesen deportados. «Cuando el dossier se hizo público en los medios suizos, los grandes líderes mundiales se movilizaron. El Papa condenó lo sucedido y Roosevelt envió un mensaje a Miklós Horthy, regente de Hungría, en el que le amenazaba con juzgarle por crímenes de guerra si no detenía las deportaciones. Este, asustado, paró los trenes, lo que demuestra que los líderes locales de Europa pudieron evitar muchas muertes», sentencia.
¿Murió triste Vrba? «Es una pregunta difícil». Freedland duda, pero termina por arrancar su respuesta cual motocicleta: «Jamás se quitó la sensación de haber fracasado. Quería que su informe salvara a todos los húngaros, pero se quedaron en el camino casi medio millón». Tampoco le agradó viajar al estado de Israel y ver que líderes judíos que se habían negado a dar a conocer su informe contaban con altos cargos en la política local y un buen sueldo. A este inconformista, lo que le salvó fue «un segundo matrimonio muy feliz» y saber que, a pesar de todo, había hecho todo lo posible por salvar miles de vidas.
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