viernes, 23 de junio de 2023

La extraña desaparición de Agustín Santos: el único español que logró fugarse de Mauthausen

 

Este extremeño protagonizó una de las grandes gestas de la Segunda Guerra Mundial al escapar del siniestro campo de concentración en 1942, pero se le perdió la pista tras contar por primera y última vez su gesta al morir Franco



El único testimonio que dejó Agustín Santos sobre su hazaña fue publicado por Eduardo Pons y Mariano Constante en Santos contaba que, cuando llegó al citado campo el 27 de agosto de 1941, entró en contacto «con unos hombres de silueta esquelética», en referencia a los miles de desdichados que acabaron en aquel infierno. En su ensayo 'Una breve historia del exilio extremeño: deportación y desarraigo migratorio' (Ambroz, 2017), Laura Rodríguez Fraile asegura que, de los 9.328 españoles que pasaron por los campos de concentración, 303 eran también de Extremadura. Casi todos acabaron igualmente hacinados en Mauthausen y Gusen.


Estos dos campos formaban parte del mismo complejo, que estaba reservado a los presos del nivel 3 o 'Stufe III', según la categoría establecida por el historiador británico David Wingeate. Es decir, para aquellos que Hitler consideraba casos perdidos de la sociedad, cuyas acciones eran tan reprobables que no podían ser redimidas por ninguna condena. Criminales que solo merecían morir, pero que Santos describía así: «Sus ojos no tenían ninguna expresión. Parecían dos boquetes abiertos a un mundo donde la única vegetación era la nada. Entre ellos reconocí a varios de mis antiguos camaradas de lucha, que no eran ni una sombra de ellos mismos».

Poco después de dejar escrito el testimonio de su huida, sin embargo, a Agustín Santos se le perdió la pista. Nadie sabe dónde ni cuándo falleció este ex soldado republicano, que de continuar vivo hoy tendría 98 años. Según los pocos datos que consiguió reunir el director Diego González para su documental '5105, Historia de una fuga de Mauthausen', de 2015, después de su hazaña vivió en el exilio en Francia, se casó y tuvo dos hijos.


Vuelta del exilio

No regresó a España hasta la muerte de Franco, donde seguramente escribió el relato rescatado por Pons y Constante. Una hazaña que Santos protagonizó junto a una pareja de españoles: un catalán llamado Juan Adelantado Adreu y un andaluz, Francisco López Bermúdez. Se sabe que el primero fue enviado a otro campo de concentración, que protagonizó una segunda fuga y que fue capturado, pero no ejecutado. Murió en Montagnac, Francia, en 1966. El segundo, sin embargo, acabó en Gusen y no logró sobrevivir.


Con la llegada de la democracia, todo lo que concierne a Santos es un misterio. El director del documental logró contactar con algunos de sus familiares en Cataluña, pero ninguno de ellos había podido averiguar qué fue de él. Conocían su lugar de nacimiento: la pequeña localidad cacereña de El Gordo. Y el año: 1918. También que procedía de una familia humilde dedicada al campo y que, cuando tenía 17 años, su madre le aconsejó que se marchara de casa en busca de oportunidades. Se fue a Oropesa, donde vivió como todo saltaba por los aires el 18 de julio de 1936.


La Guerra Civil fue el comienzo de una pesadilla. Santos había sido reclutado en la localidad castellonense por el Ejército republicano y combatió en la batalla del Ebro entre julio y noviembre de 1938. Salvó el pellejo por los pelos, pero ante el avance imparable de los franquistas, no tuvo más remedio que huir a Francia e ingresar en el campo de Bacarés junto a miles de compatriotas. «Cuando se declaró la Segunda Guerra Mundial, creí que mi deber era alistarme en los batallones de marcha franceses para continuar la lucha que había empezado en mi tierra. Después de unos meses de guerra, el 6 de junio de 1940, los nazis me hicieron prisionero y me enviaron al campo de prisioneros de Stalag VII-A, en Moosburg, donde estuve hasta el 25 de agosto de 1941. Ese día, sin que supiéramos la razón, nos trasladaron a un campo que adquirió una triste celebridad: Mauthausen», recordaba en 1978.


«¡Sois mis cerdos!»

El joven extremeño llegó a las barracas de madera, con sus alambradas electrificadas y sus férreos controles de seguridad, cuando tenía 20 años. El mismo día que ingresó perdió su nombre y fue rebautizado con el número 5.106. Mientras estuviera allí, no sería Agustín. A continuación descubrió que las cocinas y los baños estaban de adorno, que la enfermería se había convertido en un auténtico quirófano del horror y que una vez rapados y desparasitados no eran más que «cerdos».

De ahí el título del libro de Pons y Constante, que justificaban con el siguiente episodio: «En estas páginas se da fe de la existencia de porquerizas en varios de los campos de concentración. Por testimonio de compatriotas nuestros internados en Rawa-Ruska (Ucrania) y Mauthausen (Austria), sabemos que más de una vez el jefe del campo, un comandante de las SS por lo general, dirigiéndose a algún español, le espetó: '¿Ves a todos esos desgraciados que andan por ahí? Son todos subhombres'. Y levantando la voz, agregaba: '¡Pero vosotros, los españoles, sois todavía menos que ellos, valéis menos que los cerdos de mis porquerizas! ¡Sois unos cerdos! ¡Eso es lo que sois, los cerdos del comandante! Que no se os olvide: ¡Sois mis cerdos!'».

Santos explicaba que dentro del campo se encontró con Azuaga, otro español al que le unía una gran amistad. Le pareció «el más agotado de todos», aunque en sus ojos se podía ver «una luz de esperanza». Esta, sin embargo, desapareció enseguida. «Un día quise darle parte de mi ración, puesto que yo acababa de llegar y todavía conservaba parte de mis fuerzas, pero él dijo: 'No, guárdalo para ti, que lo vas a necesitar muy pronto. A mí ya no me sirve de nada, es demasiado tarde. Estoy en la pendiente que, inevitablemente, conduce al abismo, pero tú aún estás robusto y puedes llegar al final del viaje'». Quince días más tarde falleció.

El plan de fuga

Por extraño que parezca, aquella pérdida le dio a Santos la fuerza de voluntad necesaria para intentar sobrevivir al infierno y «contarle al mundo la muerte de tantos Azuagas». Pensó en la evasión por primera vez, aunque sabía que todos los que lo habían intentado habían pagado con su vida. Eso sin hablar de las graves represalias sufridas por sus compañeros. «Esa perspectiva me hundía en las tinieblas de la desesperación, pero el 12 de octubre de 1941, cuando empezaba a perder confianza en mi propósito, el jefe del campo seleccionó a los más robustos para mandarnos a trabajar al 'komando' de Vöcklabruch, dentro de un grupo formado de españoles destinado a construir una carretera. Al llegar, lo primero que comprobé fue que las alambradas no estaban electrificadas y que los españoles, aunque bastante esqueléticos, conservaban cierta viveza en su mirada. Hice amistad con Juan Adelantado y los dos coincidimos en el proyecto de evasión».


El 17 de octubre por la noche hicieron su primera tentativa. El extremeño salió de su barraca por la ventana y, cuando se aproximaba al aposento de su compañero, los focos se encendieron de repente y comenzaron a moverse en busca de movimientos sospechosos. Regresó corriendo y decidieron retrasar la fuga hasta que pasara el invierno. En los meses de frío prepararon el plan, pero un día les escuchó un paisano, Francisco López Bermúdez, que les suplicó formar parte de la expedición. «Aceptarlo era correr un gran riesgo por su avanzada edad, pero rechazarlo era inhumano. Lo aceptamos y decidimos no hablar más de ello hasta la primavera», argumentaba Santos.


La nieve paralizó las obras y nuestro protagonista fue enviado a un taller junto a un pequeño grupo de prisioneros. Allí conoció a una sirvienta piadosa que, burlando la vigilancia, le proporcionó algunos alimentos sobrantes. Gracias a esa confianza pudo hacerse con las tenazas que necesitaba para cortar las alambradas y, cuando llegó la primavera, Santos y sus compañeros se encontraron con fuerzas suficientes para intentarlo de nuevo. Había llegado la hora, tal y como contaba nuestro protagonista:


«El campo estaba dominado por cuatro torretas-miradores. Tan solo había un espacio de un par de metros, debajo de una de ellos, que no era visible desde las otras tres por la proximidad de la barraca de los retretes. Teníamos que abrirnos paso debajo de ese mirador y esperar a que al centinela no le diese por echar una mirada hacia los lados justo en ese momento. Todo estaba dispuesto para el 5 de abril de 1942. Ese día, cuando sonó el silbato para que nos metiésemos en la barraca, Adelantado, el viejo y yo nos escondimos en los retretes. Nos quedaban diez minutos de margen antes de que el jefe del 'komando' pasase revista. Esperamos dos o tres, hasta que las puertas y las ventanas de las barracas se cerraron, y me deslicé por el suelo hacia las alambradas. Corté las tres primeras hileras, les hice una seña con la mano y, uno tras de otro, nos deslizamos entre las matas de hierba y salimos al exterior».


La evasión

No se habían alejado ni quinientos metros cuando empezaron a oír los silbatos de los guardianes. Habían sido descubiertos, por lo que comenzaba la parte más peligrosa de la evasión. Todos los focos de Mauthausen comenzaron a buscarlos desesperadamente, mientras los gritos de los centinelas crecían de intensidad. Ya no podían seguir arrastrándose, así que se levantaron y echaron a correr hacia el bosque. Tenían que aprovechar la primera noche para llegar a las montañas del Tirol. Los días siguientes sobrevivirían con la comida y la ropa que robaban de las granjas por las que pasaban. Y cuando se deshicieron del traje a rayas, empezaron a avanzar también por las mañanas.


Cuando llevaban veinte días fuera de Mauthausen, todo un hito, tuvieron el primer encontronazo con un soldado alemán. Así lo relataba Santos: «Llevaba uniforme y la cruz gamada en el brazo. Nos preguntó quiénes éramos y nos pidió que le siguiésemos. Nosotros intentamos explicarle algo, pero el sujeto no atendía a razones, por lo que me vi obligado a soltarle un puñetazo en plena mandíbula. Lo dejé sin sentido. De haber tenido instintos criminales, lo habríamos rematado allí mismo, pero echamos a correr y recobró el sentido enseguida. Se puso a gritar y fue a la aldea que se divisaba a lo lejos. Como ya anochecía, en la huida perdimos a Adelantado, que fue detenido en un pueblecito de aquella región».


Bermúdez y Santos continuaron solos varios días más en dirección a la frontera de Suiza. Era mayo y seguían libres, por lo que aprovecharon el buen tiempo para caminar de noche. Una tarde que descansaban escondidos en lo alto de una montaña, fueron sorprendidos por un guarda forestal que comenzó a dispararles. Cuando quiso darse cuenta, nuestro protagonista se había separado también de su último compañero y decidió ascender a la cima para ponerse a salvo. Se echó a dormir en una choza construida en el hueco de una roca, pero a los pocos minutos le despertó un ruido. Al levantarse sobresaltado, descubrió a Bermúdez acercándose lentamente, «llorando de emoción, completamente helado y herido».


La detención

A las pocas horas de reiniciar la marcha, Bermúdez dijo: «No puedo seguir. Estas montañas son mucho para mí y solo voy a ser un estorbo para ti». Santos le recordó la promesa que se habían hecho: se ayudarían mutuamente hasta el final. Estaba convencido de que estaban cerca de Suiza y no se equivocaba: habían recorrido 350 kilómetros desde Mauthausen y solo les quedaban 30 hasta la frontera. Animados, se acercaron a la carretera y aceleraron la marcha. Aquello fue su perdición, pues llegaron a un pueblo llamado Landeck, en Austria, y fueron cazados por dos soldados nazis.


Esta vez no pudieron escapar. El golpe fue tan duro que, sumidos en una depresión, confesaron rápidamente. Santos fue enviado al campo de prisioneros de Rawa-Ruska, en Ucrania, el mismo en el que fueron torturados y ejecutados 18.000 soldados soviéticos durante la Segunda Guerra Mundial. El 21 de agosto de 1942, sin embargo, dos inspectores de la Gestapo vinieron a buscarle y le condujeron a Cracovia, donde tuvo que soportar «varios interrogatorios de los suyos». Y añadía: «Tres días después vinieron dos miembros de SS desde Mauthausen y, el 27 de agosto, entraba de nuevo en el más siniestro de todos los campos. Sospeché que mi cuerpo no tardaría en balancearse con una cuerda de lino como última corbata. Para mi sorpresa, me mandaron a una compañía disciplinaria, donde resistí ocho meses gracias a la solidaridad de mis compañeros».


Bermúdez fue enviado a Gusen y murió. Santos, sin embargo, se curó de las heridas con la ayuda del jefe de la enfermería y volvió al régimen normal de Mauthausen, donde resistió como pudo hasta el día de la liberación de los aliados el 5 de mayo de 1945. Tres días antes, los soldados nazis y los mandos de las SS abandonaron el campo y huyeron desesperadamente. «Esto es lo que nos ocurrió a los tres evadidos. Si la narración no ha sido contada con el arte que lo hubiese hecho una pluma diestra, tiene la virtud de ser la exacta realidad, sin poner ni quitar una coma», concluyó su relato.

ENLACES:

https://www.abc.es/historia/extrana-desaparicion-agustin-santos-espanol-logro-fugarse-20230614170415-nt.html

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